Sin pretender alcanzar el inalcanzable estado de salud marcado por la OMS (1946) como derecho: "completo estado de bienestar físico, mental y social... y en armonía con el medio ambiente", uno tiene la más humilde pretensión de que le dejen tranquilo con su más o menos aceptable organismo.
Desde que nacemos, un ejército de esforzados e indesmayables cuidadores se ocupa de mantener las alertas respecto a todo tipo de vulnerabilidades y carencias físicas, mentales, afectivas, sociales y ambientales.
Residiendo en un organismo notoriamente defectuoso, desviado por unos instintos bajos y unas amistades peligrosas, respirando un contaminado ambiente con el horizonte inquietante del cambio climático... no hay Dios que encuentre su pequeño Norte de sentirse medianamente confortable y tranquilo.
El cerebro sapiens (ma non troppo), a la vez que aspira humos y come metales pesados, absorbe ávidamente ejemplos y advertencias de los agoreros de la fragilidad de nuestros tejidos, seleccionados para la residencia en un paraíso del que fuimos arrojados por la fruslería de la manzana y condenados a ganarnos el pan con sudores, estreses y sobrecargas musculares.
Sapiens (m.n.t.) ha mostrado siempre una extraña tendencia a la autoflagelación, a reconocerse fácilmente biodegradable (física, mental y socialmente). Huesos, articulaciones, músculos, psiques y mentes muestran ya desde la infancia síntomas de la inadecuación de nuestro endeble organismo para este infierno que nos han legado las torpezas acumuladas de nuestros antepasados.
El cerebro de los sapiens (m.n.t.) no da abasto para atender las miles, quizás millones de claves que debe atender para pillar las miles, quizás millones de goteras que irremisiblemente va a empezar a mostrar nuestro chapucero habitáculo.
Agobiado por la observación del sufrimiento propio y ajeno y por las prédicas de los cuidadores, no para de largar avisos premonitorios, "corazonadas": hambre, sed, dolor, cansancio. mareo, frío, calor, desánimo, rumiación, insommio... todo es poco para tratar de convencer al usuario de que todas las prevenciones son pocas.
El usuario recibe las premoniciones cerebrales ("síntomas") y confiesa sus fragilidades en el mercado y el ambulatorio esperando el consuelo y remiendo para ir, al menos, tirando malamente el resto de la existencia.
Los confesores certifican los augurios y ofrecen guías con sendas y caminos para contener la degradación: dietas, suplementos, relajaciones, meditaciones, agujas, fármacos, hierbas, ungüentos, magnetismos, vapores, aromas y masajes.
El cerebro sapiens (m.n.t.), de natural cándido e imitador, recoge confiado las recomendaciones y fuerza al usuario a reordenar sus modos y costumbres. Dispone para ello de una estructura poderosa: el sistema de recompensa, una artera arma neuronal que permite engatusar a YO para que crea que elije lo que hace porque "mola".
El sistema de recompensa aprieta el botón de la sensación de frío, dolor, calor, cansancio, sed, hambre... para que nos abriguemos, tomemos calmantes, nos desabrochemos, nos sentemos, bebamos y comamos. Si obedecemos deja de apretar el botón de su capricho y desaparece el castigo.
El usuario cree que sus decisiones han devuelto las garantías al organismo, han resuelto algún estado inconveniente pero no es así. Simplemente han calmado, por un rato, los pánicos y fobias cerebrales. Nos hemos vuelto adictos (obedientes) sin enterarnos.
Algo habría que hacer pera sosegar el cerebro de los sapiens (m.n.t.). De otro modo parecerá que lo falso es verdadero, que el organismo pensado para el Paraíso no sirve para esta vida y esta tierra.
Tenemos derecho a sentirnos razonablemente sanos e inocentes en nuestro razonablemente bien seleccionado y suficiente organismo, con nuestros razonablemente saludables hábitos de vida...
Tenemos derecho al sentido común.
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