Podemos tener noticias de los objetos y sujetos externos gracias a los sentidos. Los estímulos creados por la luz reflejada en ellos, las vibraciones aéreas, sus moléculas olorosas y gustosas, su impacto mecánico y térmico sobre la piel... nos permiten dar sentido a la realidad externa, organizarla en forma comprensible y funcional a base de aprendizaje.
De piel para adentro es otra cosa. También hay sensores que extraen información de lo que sucede pero no podemos como individuos conscientes ver, oir, oler, palpar ni degustar las entrañas. Nos hacemos una idea de la realidad interior a golpe de hipótesis, especulaciones... guiadas en parte por los sucesos y estados detectados por los sentidos internos y en parte por lo que hemos ido aprendiendo sobre generalidades del organismo.
El interior habitualmente es silencioso y aburrido. No sucede nada noticiable... salvo algunos días en los que parece que algo terrible está sucediendo.
Comienza la cosa con una especie de mal presagio. El individuo pre-siente la tormenta. Por fin empieza el dolor, siempre lo mismo, en la misma zona, con la misma cualidad... La cosa va animándose por momentos y acaba en un dolor insufrible, desesperante.
¿Qué puede estar ocurriendo ahí dentro...?
Hasta hace pocos años los neurólogos hicieron creer a los padecientes que sus arterias se habían vuelto chifladas. Primero se contraían impidiendo el flujo de sangre y generando pérdidas de visión, lenguaje y/o sensibilidad para poco después dilatarse con violencia a golpe de furiosos latidos.
Ahora ya sabemos que no es cosa de arterias sino del trigémino, un honrado nervio que se gana el sustento recogiendo datos de lo que sucede en la piel de la cara y en las cubiertas meníngeas y transmitiendo órdenes a los músculos de la masticación.
Sostienen los neurólogos que las terminales sensitivas del trigémino vigilante de cuanto sucede en las meninges, se activan porque sí, sin que nada haya perturbado previamente la más que garantizada paz de los exclusivos lugares intracraneales.
Sin mediar ningún estímulo mecánico, térmico, químico ni infeccioso, sin un mísero pellizco al que echar las culpas, los sensores trigeminales de nocividad comienzan a largar trenes angustiados de señales de peligro, como si se estuviera consumando o estuviera a punto de hacerlo, un suceso de destrucción violenta (necrosis).
Es como si a una de las retinas le diera por empezar a disparar señales ópticas por su cuenta, sin recibir primero ningún estímulo luminoso... o a una fosa nasal... o una hemilengua... o a un oido...
Los trenes de señal de nocividad irían in crescendo hasta desembocar en la vorágine de dolor típica de las crisis migrañosas. Todo ello complementado con nauseas, vómitos y una especial intolerancia a cualquier estímulo, a cualquier noticia del mundo externo.
¿De dónde surge esa locura furiosa trigeminal? No se sabe... pero la cosa viene de los genes y de una larga lista de irrelevancias llamadas desencadenantes...
¿Solución? Apagarse como individuo, autoarrestarse en la habitación a oscuras, con una palangana a pie de cama y tomar pronto el calmante, la molécula que contiene con su química la furia de los receptores de nocividad trigeminal...
Una migraña sería para los neurólogos algo así como una crisis epiléptica trigeminal, algo realmente increíble y no contemplado como posibilidad.
El furor "epiléptico" de los sensores iría contagiando de abajo arriba a todos los centros que procesan las señales y el paroxismo de dolor se alcanzaría cuando todo el circuito estuviera resonando, algo parecido a lo que sucede cuando un micro se acopla porque está demasiado cerca del amplificador y este está a demasiado volumen.
Para la Neurología al uso, la información sólo va de la periferia al centro, del trigémino al cerebro. El cerebro sólo da órdenes a músculos, glándulas, vasos... En lo que sentimos y padecemos el cerebro es, para los neurólogos, algo pasivo. Se limita a recibir informes sobre el dolor que se está generando allá donde duele. Primero percibe, luego se lo piensa y finalmente actúa...
La realidad neurobiológica es bien distinta. Hay flujos de información por el trigémino en las dos direcciones. Noticias de lo que sucede de abajo arriba y noticias sobre lo que se piensa que pudiera suceder de arriba abajo. Los sensores de daño del trigémino responden a lo que sucede y a lo que se teme. El dolor sale directamente del cerebro sin necesidad de que medie primero ninguna noticia ni confirmación del trigémino.
Lo que calma al cerebro es saber que no está pasando nada, que todo está en calma en los territorios vigilados por el trigémino, que comer queso curado o cacahuetes no es peligroso, que no tiene sentido que active los sensores de daño y amplifique las señales...
El calmante calma al cerebro y este restablece el estado de "todo ha pasado" se puede reanudar la actividad normal... "ya puede salir del refugio..."
El cerebro es un jeta. Deja que culpen a arterias y trigéminos de sus desvaríos alarmistas...