Se produce indefensión cuando algo que le afecta a uno no resulta comprensible, predecible ni controlable.
El dolor y desánimo crónicos o recurrentes no justificados cumplen con esas condiciones.
No hay un marco interpretativo suficiente, no es predecible el cuándo, cuánto, dónde ni por qué ni el padeciente tiene recursos para controlarlo.
El padeciente no sólo está indefenso sino que es juzgado y condenado en cierto modo ya que se considera que ha llegado a esa situación por culpa suya (genes y mala autogestión). También se espera que el indefenso, ya que no es capaz de remontar, al menos lleve su situación con dignidad y no perturbe demasiado el buen rollo ajeno.
El dolorido-desanimado no entiende lo que le pasa. Le aseguran que no tiene nada. No hay motivos para el lamento y la desgana. Es una situación imposible de sobrellevar. Estar bien y sentirse fatal. Por eso el padeciente prefiere que le encuentren algo, que le faciliten etiquetas de enfermedad. Son etiquetas que no aportan nada. Más bien consolidan la indefensión. Contienen la condición del estigma, de lo irresoluble. Remiten a errores pasados o a padecimientos misteriosos. La etiqueta alivia cuando se recibe pero hipoteca el medio y largo plazo. Precipita la condición de invalidez (si se tiene éxito en conseguirla).
El dolor y el desánimo afloran de forma impredecible, caótica. El padeciente aprovecha los respiros para darse una bocanada fugaz de vida ante la mirada recelosa de los prójimos de turno que no entienden cómo se puede tener el descaro de vivir estando con dolor y sin gana. El cerebro participa de esa reprobación y espera a que acabe la fiesta para aplicar el castigo por salirse del guión de enfermedad.
Al padeciente le llueven remedios y consejos, bálsamos y ánimos, generalmente inútiles. Los prójimos se sienten molestos por la resistencia a la mejoría y se encojen de hombros con la conciencia tranquila de haber hecho todo lo que está en su mano y con la sospecha de que el padeciente no "pone de su parte".
Los profesionales están optimistas consigo mismos. Proclaman nuevos remedios, avances espectaculares. Muestran fotos del cerebro sacándole los colores a los déficits y excesos.
El padeciente confía, sobre todo si es novato en la condición. Lo prueba todo con esperanza y bolsillo decrecientes. Su sufrimiento avanza en proporción directa a lo que se dice avanzan las promesas de solución.
El organismo se convierte en el carcelero del padeciente. Este se ha convertido en alguien incapaz y peligroso, alguien al que no se deben conceder oportunidades pues no se espera nada bueno estando como está el aparato músculoesquelético, las serotoninas, la memoria, la energía y los prójimos.
El dolor y el desánimo son los sicarios de un cerebro catastrofista que prefiere ver al individuo enjaulado. La indefensión permite el enjaulamiento con la puerta abierta. No hacen falta vigilantes. El padeciente ha renunciado a huir. Sólo quiere que le dejen en paz en su retiro, rumiando su condición indefensa en la que nada se entiende, predice ni resuelve.
Cuesta tirar de los indefensos, hacerles ver que deben reaccionar, esforzarse en entender, predecir y controlar.
- No es una enfermedad. Es su cerebro. Ha construido una idea de organismo indefenso, vulnerable, incapaz. El cerebro es un órgano virtual, como el sistema inmune. Ven peligro e insuficiencia muchas veces donde no la hay. No colabore con ellos cuando estén equivocados.
Defiéndase.
2 comentarios:
Gracias.
No se me ocurre que más decirle. Usted nos lee el alma.
Sigo luchando.
Cruz
legemcruz: no es el alma sino sencillos procesos biológicos que compartimos con todo bicho viviente. La cultura los complica y los somete a dinámicas muchas veces irracionales.
Saludos
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